Entonces le vi.
Iba golpeando las paredes de la estación, siguiendo el ritmo de su propia canción.
No creo que llegara al metro y medio. Tampoco a los 6 años. Su piel negra y su pelo rizado te contaban que quizá fuera cubano. A lo mejor dominicano.
Al llegar a mi altura, esquivó el banco en el que yo estaba sentado, sin dejar de cantar. Su madre, detrás.
Y ahí estaba. Un pequeño piolín plateado en la oreja de aquel pequeño cubano.
2 comentarios:
Uo! Y en la otra oreja no tendría un Silvestre de oro? :p
No sé si lo has visto, pero nos hemos quedado todos sin el: "Oh capitán, mi capitán" de despedida. ¡Qué lástima! :(
me viene el olor a mueeerrrrrrrrto
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