Este es el reportaje que nos pidió el profesor Mayoral para redacción. El tema era libre y yo tenía ganas de saber quién fue Bravo Murillo.
UNA CALLE EN EL MUNDO
“¿Bravo Murillo? No, no sé quién fue”.
La calle Bravo Murillo nace como la cara B de la Castellana. De eso no hay ninguna duda. A la Castellana le tocó el Bernabéu, los centros mega comerciales, los rascacielos, los ministerios y los desfiles militares. Bravo Murillo, gracias a que brota de Plaza Castilla, pudo compartir con su hermana mayor las torres Kio, pero éstas están demasiado atareadas en enmarcar la pomposidad de la Castellana, formando la postal perfecta.
“¿Fue un pintor?”, responde Antonio, madrileño de pura cepa con cuarenta años de chamberí a sus espaldas. Esta pregunta obtiene idénticos resultados una y otra vez.
Salgamos entonces a averiguarlo.
Con la licencia de comenzar por el final, realizando una cuenta regresiva que parte del número 385, el portal más cercano a Plaza Castilla, Bravo Murillo, el de cemento y asfalto, nace vigoroso con la energía y el nervio de un infante.
Los juzgados de primera instancia desvirgan de sopetón a la vía. En sus alrededores, decenas de jóvenes de entre 20 y 30 años, abrigados para soportar unos comienzos de diciembre especialmente invernales, charlan distendidamente entre ellos. Llama la atención la cantidad elevada de personas que rodean los juzgados, y que todos ronden la misma media de edad. En un abrir y cerrar de ojos, los mismos jóvenes que reían tranquilamente se exaltan. La señal para hacerlo fue la sirena de una furgoneta de la Guardia Civil, que en una maniobra hollywoodiense sale de los juzgados y se pierde ululando al otro lado de la calle. En los tres segundos que dura la maniobra, el medio centenar de personas vocifera e intenta tocar la furgoneta. Todo ocurre tan rápido que para un profano es imposible discernir si abucheaban o animaban al ocupante trasero del vehículo policial.
Si seguimos caminando, la calle pronto se tranquiliza, y da tiempo a observar que en Moda City esta temporada se lleva el rojo, decisión que probablemente tomó la dependienta y dueña china de la tienda, o tal vez fue un capricho de cualquiera de sus dos hijos que la acompañan al otro lado del mostrador de caja.
La estación de metro de Valdeacederas indica que seguimos avanzando, y un letrero luminoso de la Casa Consistorial deseando Feliz Navidad hace que los transeúntes se percaten de que no, efectivamente a la calle Bravo Murillo tampoco le tocó vestir luces navideñas, de esas que se realizan por encargo a diseñadores relevantes. Esta partida también la ganó la Castellana.
Tampoco tuvo suerte Calzados Raúl, junto a la estación de metro, que ha tenido que colgar el temido cartel de “liquidación total”. Para hacer más sangre, Calzados Coco & Coco, el local inmediatamente colindante con el de Raúl, no sólo no cerrará, sino que además ha ampliado el negocio y ahora, también, vende bolsos.
En la puerta de la tienda Mi bandera tienen dos puestos donde pueden recogerse periódicos gratuitos, uno se llama Latino, La voz de nuestra comunidad, y el otro Sí, se puede, El periódico de la inmigración. Del Latino quedan pocos, el Sí, se puede está agotado. Mientras leemos que en esta tienda venden cocos tropicales a un euro y auténtica leche sudamericana, el último Latino ya está en manos de otro ídem.
Una mujer china carga con una bolsa inmensa repleta de mantas metidas a presión. La bolsa es tan grande que la mujer tiene que inclinar su cuerpo hacia la izquierda, y aun así no puede disimular su cara de esfuerzo.
De repente un “Hola amigo”, pronunciado por un vendedor negro del periódico La Farola, de sonrisa perenne y bigote cuidado, nos hace percatarnos de que toda esa tranquilidad que hasta este momento nos había acompañado, tan sólo significaba que la calle estaba cogiendo carrerilla para explotar en una marabunta de comercios que pintan uñas, multitud de salones de juego, otras tantas tiendas que venden sofás y cajeros de absolutamente todos los colores. Bancos con nombres extranjeros y otros que ofertan el regalo por antonomasia al domiciliar la nómina. Sí, las cacerolas.
Y todo este bullicio mercantil acompañado por una coreografía de viandantes que trotan de un lado hacia otro, a un ritmo que sólo puede soportar Madrid. Este coro de danza, compuesto por indios que portan cajas, chavales latinos que soportan oros y señoras mayoras que lucen visones nos acompaña hasta Tetuán, la siguiente parada.
“Ven pa´cá”, le espeta un jubilado a otro después de decidir que ya habían caminado lo suficiente en esa dirección y que ahora tocaba pararse, girar despacio, y enfilar derecho hasta que volviera a decidir lo contrario, en un bucle cíclico que su compañero, el de venpacá, no había terminado de captar.
En Tetuán los carriles ya se han multiplicado, comenzaron siendo cuatro y ahora ya son seis. Aunque es un decir, porque por ejemplo a esta altura están cambiando una de tantas tuberías que recorren el subsuelo y está cortada la mitad de la calle.
La coreografía antes mencionada duda al llegar a este punto, ya que también ha sido levantada parte de la acera. Entonces todos tienen que ralentizar el paso y los bastones de los ancianos chocan con los carritos de las parejas jóvenes que a su vez empujan involuntariamente a los chavales de las cadenas de oro que tintinean por el movimiento hasta que una ambulancia pasa tajando el tráfico y ya sólo se oye la sirena.
A la salida del metro de Tetuán, calle Algodonales, hay una tienda de mascotas. Dentro de ésta hay cuatro cajas de plástico transparente, apiladas de dos en dos. Miden unos cincuenta centímetros cuadrados cada una. En dos de ellas hay sendos perros minúsculos que saltan incansables una y otra vez dentro de sus recipientes. Los perritos burbuja buscan una pequeña apertura circular que comunica una caja con la otra, a través de ella pueden tocarse y eso es lo más cercano que van a estar de la naturaleza. En la caja de debajo hay una cobaya que dobla en tamaño y en peso a los dos perrillos. Juntos. La cobaya, como es de suponer, no salta tanto. La cuarta caja está vacía. Afortunado el que se fue, no tanto el que vendrá.
Quitándonos de encima la duda de qué ocurrirá con los animalitos una vez haya pasado la Navidad y ningún padre se haya decidido por un regalo vivo debajo del árbol, proseguimos la marcha.
Egipto, Berlín, Túnez. Una agencia de viajes, vacía, expone destinos exóticos, mientras una barrendera de origen africano y abrigada hasta las cejas recoge las últimas hojas del otoño.
Una niña china le comenta a su madre en un español correctísimo, salvo por el madrileño leísmo que se le escapa de vez en cuando, lo que ha hecho a lo largo del día en el colegio. Otra niña, esta rubia, se come sólo lo de dentro del bocadillo. “Al final voy a tener que tirar el resto”, le recrimina la madre. Y sí, acabó tirándolo.
Dos árabes con cuartillas de publicidad en sus manos se han olvidado de continuar repartiéndolas, enfrascados en una conversación que les arranca carcajadas sin ton ni son.
Al lado de la tienda Yi Zhong, que vende complementos, una postal de la Cibeles luce descolorida en un estanco de tabaco.
El muñequito verde del semáforo deja paso a un chico negro, un sudamericano, un rapero español y una mujer china.
Enfrente de la administración de lotería, donde la gente espera su turno en una cola bastante larga, dos coches han tenido un accidente. La grúa emite pitidos mientras recoge al automóvil peor parado, que según se deduce por sus caras ha sido el de dos jóvenes de gorras torcidas adrede y ropa deportiva. El otro coche es de una familia. La integrante más pequeña, una niña de unos cuatro años, observa toda la operación apoyada en la barandilla. A su lado hay un jubilado en la misma posición. Él no pertenece a la familia. Sólo mira.
Un poco más adelante un preadolescente asiático se la va a jugar atravesando la calle por un lugar donde no hay paso de peatones. A éste lo mira una chica con gafas de pasta y pantalones verdes que se frota las manos muerta de frío. Ésta a su vez se cruza con un grupo de veinteañeros con polos con nombres que empiezan por Thomas. Comentan algo que contiene las palabras Bravo Murillo. “Perdonen, no sabrán quién fue…”.
Inútil.
En Estrecho hay un Burger King, y en esta hamburguesería hay dos mujeres árabes con velo y falda hasta los tobillos que se están comiendo a lametazo limpio un helado.
De El Sol de Castilla, que es el rimbombante nombre de una tienda que vende “frutos secos y variantes”, salen dos señoras con abrigos de pieles que comparten una bolsa de patatas fritas.
Cincuenta metros más allá, se alza el Mercado Maravillas, el cual vive “un momento espléndido, y gracias en gran parte a los inmigrantes que han llegado al barrio: chinos, rusos, latinos… Venden hasta verduras”, comenta Carmen, la presidenta de la asociación de vecinos de Tetuán-Cuatro Caminos.
Añade, orgullosa, que el distrito de Tetuán es el que tuvo “los índices más bajos de delincuencia el pasado año”. Y esto es gracias a que “todo el mundo está muy repartido”, los inmigrantes “están mezclados” con los españoles de nacimiento, por lo que no se forman guetos y “la convivencia es muy buena”.
Una pareja interracial parece que quisiera darle la razón a Carmen. Él español y ella sudamericana. Si bien es verdad que de momento el juntos pero no revueltos es la tendencia general. Las parejas con individuos de diferentes nacionalidades todavía no son habituales.
Conforme nos vamos acercando a Cuatro Caminos el ambiente se vuelve incluso más vibrante. La afluencia de transeúntes es más grande y comienzan a verse tiendas con nombres de marcas reconocibles: Zara, Stradivarius, Springfield... En Berskha una dependienta dominicana atiende a una compradora cubana.
Tiendas con nombre, pero también con apellidos, como la de los hermanos Pérez, que te abonan la diferencia si lo encuentras más barato.
Otra niña, y esta vez africana, se para en seco frente a una de estas tiendas, fascinada por unos zapatos. La madre, con dos frases pronunciadas en algún idioma de su tierra pero entendibles universalmente, le dice que no está el horno para bollos.
Y por fin, la glorieta de Cuatro Caminos, que en verdad son cinco o tres caminos, según se mire: Bravo Murillo y Reina Victoria que la atraviesan y Santa Engracia que también quiso sumarse. Dejaremos para otra ocasión preguntar por la procedencia de sendas señoritas.
Cuatro Caminos es el punto neurálgico. Una olla a presión que contiene un cocido madrileño, de esos que se sirven los domingos, con multitud de ingredientes.
Con todos los ingredientes imaginables y dos que se dejan ver más: los ancianos, que se han hecho por completo con la zona. La controlan, son conscientes de ello y su forma de disfrutarla es pegarse a la pared para que el sol les caliente, ajenos al tiempo y a la algarabía de su alrededor. Y los inmigrantes, que la disfrutan indudablemente menos porque van con el uniforme del trabajo: repartidores, albañiles, pintores, dependientes...
Según la oficina regional de inmigración, la cifra de extranjeros en la región se eleva ya a 949.354 personas, un 15,28% de la población. El 78,5% de ellos trabaja, según la encuesta regional sobre inmigración de la Consejería de Inmigración y Cooperación.
Una gitana vende flores en un quiosco improvisado con cajas de cartón. Casi parece la figura de la castañera de cualquier belén, salvando que ha decidido situar su puesto delante de la puerta de un McDonald´s. Visión empresarial.
Una vez que consigue superar la glorieta de Cuatro Caminos, Bravo Murillo se calma, se tranquiliza y deja paso al Madrid de los espacios. Al de las casas vistosas de principios del siglo pasado. Todo el mundo parece menos estresado. Aunque algo de inquietud debe de quedar ya que aparece un centro de análisis sanitarios, que se dedica a realizar pruebas de paternidad con una fiabilidad mayor de la exigida en España, y como complemento analizan si se tienen enfermedades genéticas hereditarias. Lo dicho, para inquietarse.
Un poco más adelante hay una santería milagrosa, junto a una farmacia, al lado de un estanco de tabaco, que colinda con una administración de loterías que está pegado a una cervecería. Todos aseguran ser la solución a tus problemas.
Llegamos a Canal, donde se yerguen unas instalaciones deportivas que contienen pista de atletismo, campos de fútbol, de pádel y torres para practicar el golf. Por esta zona abundan los corredores de nariz roja y mallas nada holgadas. Es fácil reconocer al que lleva más tiempo en esto del footing: la ropa extremadamente ceñida es directamente proporcional al grado de profesionalidad del corredor.
Y cuando ya todo el mundo había perdido la esperanza, se vislumbra, entre dos enhiestos cipreses, en un pequeño recodo de la calle, una estatua. Es él.
Bravo Murillo.
A media distancia sólo se puede saber que le gustaba llevar abrigos largos y escribir sobre pergaminos. Una placa en el frontal de su pedestal intenta sacarnos de dudas: “A Bravo Murillo, la villa de Madrid. 1803-1873”.
Pues vaya, ¿eso es todo? 350 números y todo lo que puede conocerse sobre él es que vivió en el siglo XIX y que no llevaba gafas. Ni si quiera su nombre.
Antes de que cunda el pánico se consigue ver una placa más pequeña situada detrás de la estatua. Un árbol algo seco la tapa, pero aún puede leerse: “A Don Juan Bravo Murillo. Con nuestro agradecimiento como profesionales y ciudadanos por dotar de agua corriente a Madrid. Tal día como hoy del año 1858. La asociación de empresarios de fontanería de Madrid. 24 de Junio de 1981”.
Bravo Murillo es el padre de todos los fontaneros.
Con la satisfacción del trabajo bien hecho se enfilan los últimos 30 números que faltan para terminar la calle. Mientras se recorren puede verse el rectorado de la Universidad a Distancia. También una pequeña plaza privada a un lado de la calle. Al entrar un cartel nos avisa de que está videovigilada las 24 horas del día. Tarea innecesaria porque en la plaza sólo hay palomas y plátanos. Esos árboles que entrelazan sus ramas unos con otros, formando un tapiz aéreo. La plaza la corona una iglesia parroquial dedicada a San Cristóbal y San Rafael. En su conjunto recuerda a un barrio tranquilo de una pequeña ciudad italiana.
Unos metros más y allí está, la ilustrísima trasera de Don Francisco de Quevedo. Su estatua, en el centro de la glorieta que lleva su nombre, nos indica que el viaje ha finalizado.
Alguien decidió que Quevedo debía dirigir su mirada hacia la calle Fuencarral, mucho más comercial y prestigiosa para vivir.
En los últimos pasos, una banda de música compuesta por seis rumanos con contrabajo, chelo y trompetas entonan un villancico navideño en inglés que resuena por toda la plaza. Una pareja baila. Ella ríe. Bravo Murillo vive.
JIUS diciembre 2008